Mal de amores en la sombra del prado
Égloga III
Cerca del Tajo, en soledad amena,
de verdes sauces hay una espesura
toda de hiedra revestida y llena,
que por el tronco va hasta el altura
y así teje arriba y encadena
que'l sol no halla paso a la verdura;
el agua baña el prado con sonido,
alegrando la vista y el oído.
En medio de ese armonioso paisaje ("locus amoenus") irrumpe la dorada cabeza de una ninfa, asomándose desde las profundidades del río. Durante unos instantes permanece embelesada ante tanto esplendor: percibe el suave olor de las flores, escucha la dulce música de las abejas, contempla la cálida luz del mediodía... Se apresura entonces en llamar a sus hermanas para que también puedan disfrutar de ese paraíso que acaba de descubrir.
Juntas emergen del agua grácilmente. Se escurren sus largas melenas, dibujando trazos en sus desnudas espaldas; pisan la hierba con sus delicados pies y caminan hacia la fresca sombra. Portan consigo las más finas telas. Son cuatro: Filódoce, Dinámene, Climene y Nise. Todas se disponen a tejer una historia. Se trata de relatos amargos; de amores imposibles, pérdida y llanto. A pesar de ello, desprenden magia y belleza...
Grabado de Filódoce, la mayor de ellas:
Tras ese suceso fatal, a las orillas del río Estrimón, Orfeo, desconsolado, entonó canciones tan tristes que todos los dioses le apremiaron a descender al inframundo. Entonces, tomó la decisión de adentrarse en el temible reino de las tinieblas: secuestraría a su amada de las garras del eterno sueño, sortearía cualquier peligro que se interpusiera en su camino con gran destreza; recuperaría a la razón de su existencia.
En efecto, logró alcanzar a los mismísimos señores del infierno, e incluso Perséfone y Hades se conmovieron con su canto. Tanto es así que quisieron concederle la oportunidad de cumplir su deseo. Se le permitiría sacar a su doncella de la tierra de los muertos, pero con una condición: Orfeo debía caminar frente a Eurídice, con la mirada siempre fija hacia delante. No podría depositar su vista en ella hasta que hubieran llegado a la superficie y los rayos de sol hubieran bañado su cuerpo por completo. Solo entonces regresaría a la vida.
El trayecto de vuelta pareció extenderse interminablemente. El héroe percibía la presencia de su querida dama a su espalda, intuía las amenazas que los acechaban a ambos; y aún así debía permanecer imperturbable. Por ello, al salir a la luz del día, angustiado y dominado por la impaciencia, Orfeo se precipitó en darse la vuelta. Solo puedo atisbar el rostro que tanto añoraba un segundo, pues el pie de aquella a quien pertenecía seguía aún en la penumbra. En ese preciso instante, su alma se desvaneció en el aire; definitivamente.
De nuevo, Orfeo quedó solo y desolado; desprovisto de la causa de su ser, como si hubiera perdido en las sombras la mitad de sí mismo. Su melodía se tornó apesadumbrada y amarga por el resto de la eternidad. Cesó de este modo el deleite y la dicha de escuchar la música de un genio.
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