Divinas manos

«La mano es el instrumento de nuestras obras, el signo de nuestra nobleza, el medio por donde la inteligencia reviste de forma sus pensamientos artísticos, y da ser a las creaciones de voluntad (…). Las manos de esta Pepita, que parecen casi diáfanas como el alabastro, (…) parecen el símbolo del imperio mágico, del dominio misterioso que tiene y ejerce el espíritu humano, sin fuerza material, sobre todas las cosas visibles que han sido inmediatamente creadas por Dios y que por medio del hombre Dios completa y mejora. Imposible parece que quien tiene manos como Pepita tenga pensamiento impuro, ni idea grosera, ni proyecto ruin que esté en discordancia con las limpias manos que deben ejecutarle» (Juan Valera, Pepita Jiménez; p. 176)




    Al regresar al pueblo donde se crió, don Luis no deja de oír hablar una y otra vez de una tal Pepita Jiménez. Su nombre está en boca de todos, se trata de una verdadera celebridad. Es así como empieza a elaborar en su cabeza un concepto sobre ella, en base a aquellas habladurías que, naturalmente, despiertan su curiosidad. Pronto percibe la admiración y el aprecio generalizado del pueblo dirigido hacia aquella joven viuda, quien de alguna forma ha conseguido que olviden la mancha de su vergonzoso pasado. También el señor Vicario, el afable párroco de aquella localidad rural, colabora en la conformación de la idea de Pepita en Luis, ya que no desaprovecha ninguna ocasión para alabar las maravillosas virtudes de la dama. Podemos apreciar a partir sus cartas cómo, a medida que pasa el tiempo, su imagen en él va sufriendo progresivas transformaciones. Paulatinamente, el muchacho comienza a idealizarla, hasta que su corazón la eleva por encima de Dios.

    En una de las primeras cartas que le dirige a su tío (específicamente, aquella datada el 28 de marzo) le cuenta cuáles son sus primeras impresiones tras haberla conocido en persona. «Me pareció, en efecto, tan bonita como dice la fama. (…) Hay en ella un sosiego... que pudiera provenir de la tranquilidad de su conciencia. Posee una distinción natural, que la levanta y separa de cuanto la rodea». (p.159) Inconscientemente, ya está desvelando que siente una fuerte inclinación hacia su persona (él mismo lo admite más adelante: Amé a usted desde que la vi, casi antes de que la viera. Mucho antes de tener consciencia de que la amaba a usted, ya la amaba). En las siguientes cartas (tímidamente, al principio, aunque luego va perdiendo el disimulo) sigue alabando cada uno de sus rasgos con la excusa estar analizándola a fin de descifrar su carácter: estima la sobriedad de sus ropajes, la elegancia de su movimiento y sus modales amables. En la carta del 8 de abril ya habla como un enamorado. Primero describe detalladamente sus manos: finas y blancas, de dedos largos y afilados, con uñas impolutas... Tiene las manos de una ninfa, lindas y delicadas. Solo el bien podría obrarse con esas manos. Más adelante se centra en sus ojos. ¡Qué grandes! ¡Qué hermosos! ¡Sueltan chispas!

    En definitiva, por su forma de retratarla, don Luis presenta a Pepita como un ángel, luminoso, dulce e inocente (No se descubre en ella la menor intención de agradar a nadie con lo dulce de sus miradas. Se diría que cree  que los ojos sirven para ver y nada más). Incluso la defiende ante sus propios prejuicios, justificando sus supuestas faltas (en especial, su coquetería y su vanidad: ¿La virtud ha de ser desaliñada? ¿Ha de ser sucia la santidad? Un alma pura y limpia, ¿no puede complacerse en que el cuerpo también lo sea?). A pesar de que él lo niegue reiteradamente, es evidente que está enamorado, pues su pensamiento ya no conoce otro tema. Todas las cartas tratan sobre lo mismo: Pepita. Se queja un poco del campo, de su padre... ¡y otra vez Pepita! Siempre vuelve a lo mismo, y se extiende y se recrea hablando sobre cualquier cosa que guarde relación con ella. "¿De qué voy a hablar si no? Es lo único interesante en este pueblo", argumenta Luis en su defensa; pero aún así denota un interés desmesurado. Cuando, finalmente, admite que se siente embriagado por su hermosura, dice apreciarla como hermana (la quiere como querría a cualquier creación del Señor, ergo, no peca). Es decir, concibe a la amada como proyección divina. La considera un ente tan puro, tan sublime, tan magnífico; que le sería imposible no darle su justo reconocimiento.

    No obstante, la versión que se nos ofrece de Pepita en las cartas no se corresponde fielmente con la realidad, sino que está engrandecida por unos ojos hechizados. Es interesante conocer el contraste que existe entre esta Pepita (la Pepita de Luis, la Donna Angelicata), y la verdadera Pepita; una mujer de carne y hueso que se nos muestra a través de la mirada de don Pedro en el Paralipómenos. Además del cambio de perspectiva (mientras que el primero la contempla desde una nube, el segundo lo hace con los pies en la tierra), las diferencias entre la personalidad de los dos narradores nos revelan nuevas facetas de nuestra protagonista. Don Pedro, simple y campechano, aporta una visión más humana de lo hechos. En su narración no omite el sensualismo, ni el fervor de las emociones, propios de lo terrenal. Así, obtenemos una caracterización menos sesgada de este entrañable personaje, capaz de eclipsar a Dios.



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