Ni humanos ni dioses

Te importuné, primero, con mis caricias y mi afecto de hermano: tu corazón altivo las recibía con frialdad. ¡Cuántas veces, sin que tú lo advirtieras jamás, veía, junto a ti y con gruesas y ardientes lágrimas, cómo abrazabas a otros niños de condición inferior!- ¿Por qué solo a ellos?- ¡Exclamaba yo con tristeza!... ¿No siento yo la misma afección?... Pero tú, tú te postrabas de hinojos con fría gravedad delante de mí, y decías: Esto se debe al hijo del Rey.

                                                                                                                                          — Friedrich Schiller, Don Carlos (1787) 

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  El rey Felipe y el príncipe Carlos se encuentran en la linde entre la humanidad y la divinidad. Desde luego, no son simples mortales, pues medio mundo les pertenece. A pesar de ello, su naturaleza es humana, sus necesidades más básicas no se diferencian de las del resto de personas: cariño, seguridad, reconocimiento... Siguen anhelando afecto e intimidad, el calor de otro cuerpo (al parecer, es lo único que no son capaces de poseer). Por ello, ni el más vasto territorio, ni las cantidades de oro más exorbitantes, ni el poder más incondicional, logran saciar su sed. Ninguna riqueza puede satisfacerles. 

    Son hombres alienados de su condición de hombre, privados de experimentar el amor o la amistad, porque ese tipo de relaciones han de darse entre iguales, y ellos están por encima de todos los demás. La soledad es inherente al trono. Entre su corazón y el del prójimo, eternamente, se interpone la corona. 



    Carlos nació huérfano. Su madre murió en el parto y su padre siempre le ha despreciado, de ahí su obsesión por ser querido. Posee grandes virtudes: sensibilidad y benevolencia; sin embargo, aún no es ningún sabio. Es un rey en potencia, un niño todavía, inocente e impetuoso. Su nobleza se ve turbada por una pasión que le consume, que le impide desarrollarse. Simboliza la juventud y el liberalismo; frente a la figura de su padre, que representa el absolutismo. 

    Felipe ejerce su mandato de forma despótica y violenta. Vive angustiado, abrumado por la desconfianza que le genera todo su entorno. Todos se acercan a él en busca de algún beneficio, no son más que sanguijuelas manipuladoras y egoístas, ¡todos pueden ser traidores! Incluso su propio hijo... podría destronarle, como él destronó a su padre. ¿Y qué sería de él sin su título, sin su cetro? Nada. Lo perdería todo, su misma identidad, su valía, su capacidad para atraer. Ni siquiera su mujer se casó con él voluntariamente, sino por cumplir con su deber. De no ser así, Felipe no se preocuparía tanto por los pelos blancos que poco a poco asaltan su cabeza, no pondría en duda la fidelidad de una reina tan buena. Pero los días del rey viejo siempre están contados, y los tiempos están cambiando. Apartado de su especie, Felipe es un ser híbrido entre criatura y creador que provoca nuestra compasión (Schiller, Cartas sobre don Carlos).  

¡Rey! ¡Sólo Rey y siempre Rey! ¿No hay mejor respuesta que el hueco y vacío eco? Golpeo en esta roca y quiero agua, agua para mi ardiente sed febril... pero sólo sale oro al rojo vivo (Schiller, Don Carlos, III, 2; p. 206).

    Padre e hijo, son incompatibles. Sus diferencias, insalvables. Su esencia, absolutamente opuesta. No obstante, coinciden en algo más que en la sangre y en la condena: ambos comparten su obsesión por el marqués de Poza. Le admiran y le adoran fervientemente, pretenden paliar su tristeza aferrándose a él a toda costa. Considero que idealizan en exceso su figura, más aún tras su muerte, elevándole a la posición de mártir. Pero el marqués no es tan honorable ni tan honrado como puede parecer en un primer momento. El contenido de las Cartas lo deja claro. La complejidad de este personaje va más allá de la del héroe perfecto. He de admitir que sus ideas, su coraje y su vitalidad le hacen altamente atractivo. Con todo, he llegado a la conclusión (contraria a la perspectiva de Carlos y Felipe, por supuesto) de que es tan manipulador, interesado y egoísta como cualquier otro. Felipe le tiene en gran estima porque es la primera persona que le habla con franqueza (se dirige a él de humano a humano, no de súbdito a monarca) y que no le necesita (no le pide nada para sí). Ahora bien, eso no impide que termine despreciándole (por todo lo que representa) y engañándole (porque finalmente decide que no sea un peón en su plan, aunque se lo plantea). Carlos, por su parte, ve en Rodrigo a un hermano mayor; mientras que Rodrigo ve en Carlos (ante todo) un instrumento (él único que le podría servir para alcanzar su ideal). Aunque es cierto que el sentimiento fraterno es mutuo, difiere en intensidad y naturaleza. Se trata de un cambio sustancial en cuanto a la calidad de ese amor que el marqués le ofrece al príncipe, ya que no es un amor altruista. Carlos y la liberación de Flandes se convierten en una unidad indivisible a los ojos del marqués, por lo que resume ambas cosas en un sentimiento. Además, Carlos se parece a él: su educación ha sido similar y comparten el mismo sueño.

    Carlos es el elegido para llevar a cabo el propósito entusiasta de producir el Estado más feliz que pueda alcanzar la sociedad humana. Tiene que ser él, dado que va a heredar el mayor Imperio de la historia. El pueblo le seguirá, ese es su destino. Si el marqués le ayuda cuando está deprimido, no es porque le importe verdaderamente su salud, sino porque en ese estado Carlos no es útil (le ayuda para ayudarse a sí mismo). Cuando se sacrifica, no lo hace por salvar a su "amigo", lo hace por demostrar su compromiso con la causa. En realidad, el marqués se mueve por orgullo y juega con ellos como si fueran marionetas. Ha convertido a Carlos en su proyecto de futuro:

Tiene que hacer realidad aquel sueño. ¡Oh, por favor, decídselo! El osado sueño de un nuevo Estado, el fruto divino de la amistad. Él será el primero que talle esta roca sin pulir. No importa que pueda terminar el trabajo o que sucumba. Debe empezar a tallarla (...). Decidle que no olvide los sueños de su juventud cuando sea hombre; que no ha de abrir el corazón, que es flor divina y delicada, al insecto mortal de la afamada razón. Que no debe dejarse confundir cuando la polvorienta sabiduría critique la ilusión, ese descendiente de los cielos (IV, 21; p.262). 





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